Se llamaba soledad, más vieja que el sol.

Era un escritor, y como toda persona humana, no podía escribir cosas bonitas cuando estaba triste. Así que lo del cuento para niños, iba a tener que esperar.

La cuestión era que se le había olvidado ponerse su inyección de optimismo semanal y estaba destrozado. Siempre que le ocurría notaba que estaba más flojo de lo habitual, pero solía salír del paso con alguna pastilla riso-terapéutica o las ondas de energía positiva que iba encontrando. Esta vez era distinto. No quiso salir de su casa. En los siete días no comió, durmió apenas y no se movió del sofá. Se pasó el tiempo pensando. Pensando y sintiendo. Tratando de poner nombre a su agonía, tan incansable e imperecedera.

Se metió en vena la melancolía de Sabina, se sumergió en sus palabras hasta casi ahogarse, buscando un lugar donde escapar y recolocarse. Donde poder llorar y darle al orgullo un descanso para poder quitarse esa máscara risueña.
Como un reciclaje de papel, pero con los sesos por en medio.

Quería olvidarse de ella, pero no podía. Sus recuerdos le arrastraban. Aunque tal vez se dejase arrastrar. Era más fácil y desdeluego, le quitaba miedo al asunto. Una manera cómoda y sutil de engañar al corazón y de consumirse poco a poco, con los ojos ciegos.

Pero no era el terror a olvidarla  lo que le atrapaba, sino el pavor a que la historia se repitiera. No quería volver a sufrir como lo había hecho y que sus inyecciones de optimismo ya no le hiciesen más efecto. Regresar a esas mil noches en vela y kleenex espolvoreados por el suelo, a no querer nada más que a ella y dejar que la vida se pasara de largo a paso de caracol.

Sólo existía un remedio posible a todo eso: Tirarse al vacío, cerrar los ojos y cruzar todos los dedos.



Nothing ventured, nothing gained.

1 comentario:

  1. Muy intenso, y una conclusion extrema...¿no?
    Pero me gusta como escribes.

    Por cierto soy Pérfida
    Un saludo coleguita

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