Mi bufanda huele a casa.
A leña, a cajón de madera, a humedad tapada por las llamas.
Huele a ciprés, a viruta de motosierra.
A pies calentitos debajo de tantas mantas,
A abrazo protegido de la lluvia.
A gato encerrado y a la
cantante pava mañanera.
Creo que pocas veces fui tan feliz como lo fui en esa casita. Tan perfecta en su imperfección babosil. Tan perfectamente imperfecta, como nosotros. Y nos dió justo lo que necesitábamos: refugio, calor y compañía.
Nos hizo apiñarnos y ser uno.
Debajo de ese tejado de plástico soñamos y volamos sin movernos. Fuimos hasta Alaska, Canadá, Escocia... la mismísima Antártida era un juego para nosotros. Estaba claro que España y Argentina solo eran el primero de muchos caramelos.
En esa casita conseguimos parar el tiempo. Siempre lo hicimos. Nuestros abrazos siempre rompieron tiempo y distancia. Desde el principio.
No hubo chifletes, ni babosas, ni frío, ni malasondas, ni incertidumbre, ni tiempo, ni kilómetros que pudieran con nosotros. Tal vez simplemente estábamos destinados a ser un éxito.
Vivimos un poco corriendo, con mucho de golpe y platillo, desmigando el tiempo. A viva voz.
Descubrimos que si estas con quien quieres, para ser feliz se necesita poco.
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